2016-06-11 12:30:00

Cuando Jesús nos enseña a mirar (Lc 7, 36-49) Sobre el Evangelio del Domingo, jesuita Juan Bytton


 

(Lc 7, 36-49) Con este Evangelio, nos encontramos quizás con uno de los textos más hermosos de la Biblia, donde el amor y el perdón se unen. Jesús está a la mesa en casa de uno de los fariseos, tradicionalmente llamados “cumplidores estrictos de la ley”. Cualquier persona no invitada corre el peligro de ser juzgada severamente. Y justamente, una mujer, pecadora pública, irrumpe en la casa. El evangelista Lucas no escatima ningún detalle para transmitirnos el mensaje del radical del amor de Dios.

Aquella mujer abraza a Jesús, lo limpia, lo perfuma sin decir nada, ni una sola palabra. Sus acciones son sinceras, como sincero es su vacío, su carencia de amor verdadero. Su búsqueda de dignidad la lleva a Jesús. Una mujer que se siente sucia, lo lava; que se siente usada por el falso amor,  lo besa; sus ganancias de la noche, las derrama a los pies de Jesús. Los sentimientos más puros no tienen palabras. No le importa que la miren y murmuren. Lamentablemente, está acostumbrada a ser el centro de atención de muchos “limpios”.

“El fariseo vio todo esto” (v 39) y vio que Jesús era profeta porque sabía bien que él mismo es pecador, y aun así Jesús entró en su casa. Las miradas no son para juzgar las vidas, sino para dejar surgir el alma verdadera. Por eso, el maestro enseña a mirar: “¿Ves esta mujer?” (v 44). Es la gracia de aprender a mirar como Jesús mira a todos/as. Y continúa su pedagogía del perdón: Tú teniéndolo todo, no das ni lo básico; conocedor de la ley, condenas las vidas. Ella, siendo pecadora, me da lo que tiene, lo que usa para pecar, porque se siente en lo más bajo de la vida y ya no puede más. Dios hace digno a los que el mundo desprecia. Mira la realidad desde los que no cuentan, y desde allí rescata a toda la creación.

Por eso, el arrepentimiento no es condición para amar, sino su consecuencia, porque Dios nos amó primero (1 Jn 4,19). Jesús se sorprende del amor demostrado por esta mujer, que ha vivido de falsos amores. Pero se sorprende más aún del egoísmo de los que, sintiéndose perdonados, no son capaces de amar. Dios pone todo de su parte, y lo llama “perdón”. Algo que nosotros, a veces, no queremos compartir. 

Jesús no condena ni a ella, ni a ellos, sino que muestra a nuestros ojos lo frágil del sentirse más y mejor, puro y sano. Jesús es el que sana y termina lo que empieza. Mirando a la mujer, no le pregunta nada; nada de su pasado lo usa para “hacerle caer en la cuenta”. Verla le basta. Y termina diciendo, entre tanta murmuración de los que allí estaban, las palabras que liberan: “Tus pecados te son perdonados” (v 48). Lo que te hizo venir a mí, te ha salvado. Y “vete en paz”, ya no busques en otros lados lo que ya tienes; comienza de nuevo, desde el amor verdadero. A partir de ahora mira de frente con dignidad y has de tu vida mensaje de misericordia para el mundo entero.

Con este Evangelio somos testigos de la sabiduría del que sufre, del que ha tocado fondo. Allí se abandona y en actitud sincera encuentra lo más auténtico de su ser: hechura de amor divino. Desde allí Dios rescata, salva lo creado y da una vida nueva. Este es el misterio y la grandeza del perdón.








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