Pablo VI y Teresa de Ávila: luz de Cristo para la humanidad
(RV).- (con audio) Pablo VI proclamó
a Santa Teresa de Jesús Doctora de la Iglesia, destacando que era la primera mujer
en recibir este título, que incidía en la historia de la Iglesia y que las mujeres,
están llamadas a «reconciliar a los hombres con la vida», «a salvar la paz del mundo»
(VAT. II, Mensaje a las Mujeres). «Santa Teresa era española, y con razón España la
considera una de sus grandes glorias». Mujer excepcional, gran carmelita, fundadora,
reformadora, escritora genialísima y fecunda, resplandor de sabiduría en la santidad,
madre y maestra espiritual, contemplativa y activa en la oración, con todas sus fuerzas
para llegar a Dios, por encima de todo obstáculo. Son algunas de las magníficas características
que recordó el Papa Montini en su intensa y emocionada homilía, pronunciada también
en español ese histórico 27 de septiembre de 1970:
«Debemos añadir dos
observaciones que Nos parecen importantes. En primer lugar hay que notar que Santa
Teresa de Ávila es la primera mujer a quien la Iglesia confiere el título de Doctora;
y esto no sin recordar las severas palabras de San Pablo: «La mujeres cállense en
las Iglesias» (1 Cor. 14. 34); lo cual quiere decir todavía hoy que la mujer no está
destinada a tener en la Iglesia funciones jerárquicas de magisterio y de ministerio.
¿Se habrá violado entonces el precepto apostólico?
Podemos responder
con claridad: no. Realmente no se trata de un título que comparte funciones jerárquicas
de magisterio, pero a la vez debemos señalar que este hecho no supone en ningún modo
un menosprecio de la sublime misión de la mujer en el seno del Pueblo de Dios.
Por
el contrario ella, al ser incorporada a la Iglesia por el Bautismo, participa de ese
sacerdocio común de los fieles, que la capacita y la obliga a «confesar delante de
los hombres la fe que recibió de Dios mediante la Iglesia» (Lumen gentium, c 2, 11). Y
en esa confesión de la fe tantas mujeres han llegado a las cimas más elevadas, hasta
el punto de que su palabra y sus escritos han sido luz y guía de sus hermanos. Luz
alimentada cada día en el contacto íntimo con Dios, aún en las formas más elevadas
de la oración mística, para la cual San Francisco de Sales llega a decir que poseen
una especial capacidad. Luz hecha vida de manera sublime para el bien y el servicio
de los hombres. Por eso el Concilio ha querido reconocer la preciosa colaboración
con la gracia divina que las mujeres están llamadas a ejercer, para instaurar el reino
de Dios en la tierra, y al exaltar la grandeza de su misión, no duda en invitarlas
igualmente a ayudar «a que la humanidad no decaiga», a «reconciliar a los hombres
con la vida», «a salvar la paz del mundo» (VAT. II, Mensaje a las Mujeres).
En
segundo lugar, no queremos pasar por alto el hecho de que Santa Teresa era española,
y con razón España la considera una de sus grandes glorias. En su personalidad se
aprecian los rasgos de su patria: la reciedumbre de espíritu, la profundidad de sentimientos,
la sinceridad de alma, el amor a la Iglesia. Su figura se centra en una época gloriosa
de santos y de maestros que marcan su siglo con el florecimiento de la espiritualidad.
Los escucha con la humildad de la discípula, a la vez que sabe juzgarlos con la perspicacia
de una gran maestra de vida espiritual, y como tal la consideran ellos. Por otra parte, dentro y fuera de las fronteras patrias, se agitaban violentos
los aires de la Reforma, enfrentando entre sí a los hijos de la Iglesia. Ella por
su amor a la verdad y por el trato íntimo con el Maestro, hubo de afrontar sinsabores
e incomprensiones de toda índole y no sabía cómo dar paz a su espíritu ante la rotura
de la unidad: «Fatiguéme mucho - escribe - y como si yo pudiera algo o fuera algo
lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal» (Camino de perfección, c.
1, n. 2; BAC, 1962, 185). Este su sentir con la Iglesia, probado en dolor
que dispersaba fuerzas, la llevó a reaccionar con toda la entereza de su espíritu
castellano en un afán de edificar el reino de Dios; ella decidió penetrar en el mundo
que la rodeaba con una visión reformadora para darle un sentido, una armonía, una
alma cristiana.
A distancia de cinco siglos, Santa Teresa de Ávila
sigue marcando las huellas de su misión espiritual, de la nobleza de su corazón sediento
de catolicidad, de su amor despojado de todo apego terreno para entregarse totalmente
a la Iglesia. Bien pudo decir, antes de su último suspiro, como resumen de su vida:
«En fin, soy hija de la Iglesia».
En esta expresión, presagio y gusto
ya de la gloria de los bienaventurados para Teresa de Jesús, queremos adivinar la
herencia espiritual por ella legada a España entera. Debemos ver asimismo una llamada
dirigida a todos a hacernos eco de su voz, convirtiéndola en lema de nuestra vida
para poder repetir con ella: ¡Somos hijos de la Iglesia!»