Diálogo con todos: Francisco a los Obispos de Asia
(RV).- Identidad cristiana, diálogo, corazón abierto, empatía, sincera acogida y apertura
a todos: fueron las palabras del Papa Francisco en su discurso a los obispos de Asia,
en la mañana de este domingo 17 agosto, penúltimo día de viaje apostólico, en el Santuario
de Haemi en Corea.
En su encuentro con los obispos de Asia, el Papa ha explicado
que el diálogo debe partir de nuestra propia identidad cristiana y ha advertido que,
en el encuentro con diversas culturas, este camino del diálogo encuentra tres tentaciones:
el relativismo, la superficialidad y una aparente seguridad en respuestas fáciles
y frases hechas. Francisco ha subrayado que es la fe en Cristo nuestra identidad cristiana
más profunda, a partir de la cual inicia nuestro diálogo. Fe que debemos compartir
sin fingimientos.
Finalmente, el Papa ha manifestado su confianza en que, con
este espíritu de apertura a los otros, los países de Asia con los cuales la Santa
Sede no tiene todavía una relación plena avancen y promuevan un diálogo en beneficio
de todos.
El Santuario de Haemi está dedicado al “mártir ignoto” porque la
identidad de la mayor parte de los 132 mártires coreanos asesinados en este lugar
a mitad del año 1.800 es desconocida.
(MCM-RV)
Testo
completo del discurso del Papa a los Obispos asiáticos
Haemi, Santuario
de los Mártires 17 de agosto de 2014
Reciban mi saludo cordial y fraterno
en el Señor ahora que estamos reunidos en este lugar santo donde muchos cristianos
dieron sus vidas por fidelidad a Cristo. Me decían que hay mártires sin nombre, porque
nosotros no conocemos los nombres: son santos sin nombres. Pero esto me hace pensar
a tantos, tantos cristianos, santos en nuestras iglesias: niños, jóvenes, hombres,
mujeres, ancianos: ¡tantos! No conocemos los nombres, pero son tantos. Nos hace bien
pensar en esta gente simple que lleva adelante su vida cristiana y solamente el Señor
conoce su santidad.
Su testimonio de caridad ha traído gracias y bendiciones
no sólo a la Iglesia en Corea sino también más allá de sus confines; que sus oraciones
nos ayuden a ser pastores fieles de las almas confiadas a nuestros cuidados. Agradezco
al Cardenal Gracias sus amables palabras de bienvenida - es muy gentil le cardenal
¿eh? ¡Gracias! - y la labor de la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia
en orden a impulsar la solidaridad y promover la acción pastoral en sus Iglesias locales.
En
este vasto continente, en el que conviven una gran variedad de culturas, la Iglesia
está llamada a ser versátil y creativa - ¡versátil y creativa! - en su testimonio
del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos. ¡Pero este es su desafío!
De hecho, el diálogo es una parte esencial de la misión de la Iglesia en Asia (cf.
Ecclesia in Asia, 29). Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas,
¿cuál debe ser nuestro punto de partida y el punto de referencia fundamental para
llegar a nuestra meta? Ciertamente, ha de ser el de nuestra propia identidad, nuestra
identidad de cristianos. No podemos comprometernos propiamente a un diálogo si no
tenemos clara nuestra identidad. De la nada, de la neblina de la autoconciencia no
se puede dialogar, no se puede comenzar a dialogar. Y, por otra parte, no puede haber
diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos
con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida. Es una atención y en la atención
nos sostiene el Espíritu Santo. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía
son, por tanto, el punto de partida de todo diálogo. Si queremos hablar con los otros,
con libertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien claro lo que somos, lo
que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de nosotros. Y, si nuestra comunicación
no quiere ser un monólogo, hemos de tener apertura de mente y de corazón para aceptar
a las personas y a las culturas. Sin miedo. El miedo es enemigo de estas aperturas.
No
siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto que, como pecadores
que somos, siempre estamos tentados por el espíritu del mundo, que se manifiesta de
diversos modos. Quisiera señalar tres. El primero es el deslumbramiento engañoso del
relativismo, que oculta el esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros
pies, nos lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación. Es una
tentación que hoy en día afecta también a las comunidades cristianas, haciéndonos
olvidar que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que
tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre» (Gaudium
et spes, 10; cf. Hb 13,8). No hablo aquí del relativismo únicamente como sistema de
pensamiento, sino de ese relativismo práctico de cada día que, de manera casi imperceptible,
debilita nuestro sentido de identidad.
Un segundo modo mediante el cual
el mundo amenaza la solidez de nuestra identidad cristiana es la superficialidad:
la tendencia a entretenernos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en
lugar de dedicarnos a las cosas que realmente son importantes (cf. Flp 1,10). En una
cultura que exalta lo efímero y ofrece tantas posibilidades de evasión y de escape,
esto puede representar un serio problema pastoral. Para los ministros de la Iglesia,
esta superficialidad puede manifestarse en quedar fascinados por los programas pastorales
y las teorías, en detrimento del encuentro directo y fructífero con nuestros fieles,
- y también con los “no fieles” - especialmente con los jóvenes, que tienen necesidad
de una sólida catequesis y de una buena dirección espiritual. Si no estamos enraizados
en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse, la práctica
de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda reducido a una especie de
negociación o a estar de acuerdo en el desacuerdo. Aquel acuerdo en el desacuerdo,
pero, porque las aguas no se mueven, ¿no? Esta superficialidad que nos hace tanto
mal…
Hay una tercera tentación: la aparente seguridad que se esconde tras
las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. Jesús ha luchado tanto
con esa gente que se escondía detrás de las leyes, de los reglamentos, las respuestas
fáciles: los ha llamado “hipócritas”. La fe, por su naturaleza, no está centrada en
sí misma, la fe tiende a “salir fuera”. Quiere hacerse entender, da lugar al testimonio,
genera la misión. En este sentido, la fe nos hace al mismo tiempo audaces y humildes
en nuestro testimonio de esperanza y de amor. San Pedro nos dice que tenemos que estar
dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pidiere (cf. 1 P 3,15).
Nuestra identidad de cristianos consiste, en definitiva, en el compromiso de adorar
sólo a Dios y amarnos mutuamente, de estar al servicio los unos de los otros y de
mostrar mediante nuestro ejemplo no sólo lo que creemos sino también lo que esperamos
y quién es Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12).
Así
pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profunda. Es decir, estar
radicados en el Señor. Y si está esto, todo lo demás es secundario. Es esto. Es de
esta identidad profunda, la fe viva en Cristo en la cual estamos radicados, de esta
realidad profunda que comienza nuestro diálogo y ella es lo que debemos compartir,
sincera y honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida cotidiana,
el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más formales que puedan presentarse.
Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp 1,21), hablemos de él y a partir de él, con
decisión y sin miedo. La sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de
nuestra vida, la sencillez de nuestro modo de hablar, la sencillez de nuestras obras
de servicio y caridad con los hermanos y hermanas.
Quisiera añadir un aspecto
más de nuestra identidad como cristianos: su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente
de la gracia de nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos
de justicia, bondad y paz. Permítanme, por tanto, que les pregunte por los frutos
de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las comunidades confiadas a su
atención pastoral. ¿La identidad cristiana de sus Iglesias particulares queda claramente
reflejada en sus programas de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por
los pobres y los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus desvelos
por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa? ¿Aparece en esta
fecundidad? Hago esta pregunta y cada uno de ustedes puede pensar.
Finalmente,
junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico diálogo requiere
también capacidad de empatía. Para que haya diálogo, debe estar también esta cosa.
Se trata de escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la comunicación
no verbal de sus experiencias, de sus esperanzas y de sus aspiraciones, de sus dificultades
y de lo que realmente le importa. Esta empatía debe ser fruto de nuestro discernimiento
espiritual y de nuestra experiencia personal, que nos hacen ver a los otros como hermanos
y hermanas, y “escuchar”, en sus palabras y sus obras, y más allá de ellas, lo que
sus corazones quieren decir. En este sentido, el diálogo requiere por nuestra parte
un auténtico espíritu “contemplativo”: espíritu contemplativo de apertura y acogida
del otro. ¡Yo no puedo dialogar si estoy cerrado al otro! ¿Apertura? Más: ¡acogida!
Ven a mi casa, tú, en mi corazón. Mi corazón te recibe. Quiere escucharte. Esta capacidad
de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras, ideas y
preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de humanidad compartida. Si
queremos ir al fundamento teológico de esto, vamos al Padre: nos ha creado a todos.
Somos hijos del mismo Padre. Esa capacidad de empatía nos conduce a un auténtico
encuentro: debemos ir hacia esa cultura del encuentro en que se habla de corazón a
corazón. Nos enriquece con la sabiduría del otro y nos dispone a recorrer juntos el
camino de un mayor conocimiento, amistad y solidaridad. “Pero hermano Papa, nosotros
hacemos esto, pero a lo mejor no convertimos a nadie o a pocos”. Pero tú haz esto.
Desde tu identidad, escucha al otro. Pero, ¿cuál ha sido el primer mandamiento de
nuestro Padre a nuestro padre Abraham? “Camina en mi esperanza y sé irreprensible”:
cumplamos este primer mandamiento. Y allí se realizará el encuentro, el diálogo. Desde
la identidad, desde la apertura. Es un camino de un más profundo conocimiento, amistad
y solidaridad.
Como dijo justamente san Juan Pablo II, nuestro compromiso
por el diálogo se basa en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha
hecho uno de nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un lenguaje
humano (cf. Ecclesia in Asia, 29). En este espíritu de apertura a los otros, tengo
la total confianza de que los países de este continente con los que la Santa Sede
no tiene aún una relación plena avancen sin vacilaciones en un diálogo que a todos
beneficiará. No me refiero solamente al diálogo político, sino al diálogo fraterno.
Pero, estos cristianos no vienen como conquistadores, no vienen a sacarnos nuestra
identidad: nos traen la de ellos, pero quieren caminar con nosotros. Y el Señor hará
la gracia: algunas veces moverá los corazones, alguno pedirá el Bautismo, otras veces,
no. Pero siempre, caminamos juntos. Este es el nudo de la cuestión.
Queridos
hermanos, les agradezco su acogida fraterna y cordial. Viendo este gran continente
asiático, su vasta extensión de tierra, sus antiguas culturas y tradiciones, nos damos
cuenta de que, en el plan de Dios, las comunidades cristianas son verdaderamente un
pusillus grex, un pequeño rebaño, al que, sin embargo, se le ha confiado la misión
de llevar la luz del Evangelio hasta los confines del mundo. Es precisamente la semilla
de mostaza, ¿eh? Chiquitita. El Buen Pastor, que conoce y ama a cada una de sus ovejas,
guíe y fortalezca sus desvelos por congregar a todos en la unidad con él y con los
miembros de su rebaño extendido por el mundo.
Ahora, todos juntos, confiemos
a la Virgen sus Iglesias, el continente asiático, para que como Madre nos enseñe aquello
que solamente una mamá sabe enseñar: quién eres, cómo te llamas y cómo se camina con
los otros en la vida. Recemos a la Virgen juntos.