Papa: los mártires testimonian que la victoria de Cristo es la nuestra. Escuchar el
clamor de los pobres e impulsar la paz, en Corea, en Asia y en todo el mundo
(RV).- (se actualizó con voz del Papa) (con audio) ¿Quién nos separará
del amor de Cristo? (Rm 8,35). En un mundo que a menudo cuestiona nuestra fe, los
mártires son testimonio del poder del amor de Dios, para construir una sociedad
justa, libre y reconciliada, inspirando a todos los hombres de buena voluntad para
impulsar la paz, en Corea, en Asia y para toda la familia humana. Con una multitudinaria
participación de fieles - entre ochocientos mil y un millón - en un día de gran regocijo
para todos los coreanos, el Papa Francisco beatificó a los mártires Pablo Yun Ji-chung
y sus 123 compañeros que «vivieron y murieron por Cristo y ahora reinan con Él en
la alegría y en la gloria». Su ejemplo nos interpela a todos en sociedades que no
escuchan el clamor de los pobres, donde Cristo nos sigue llamando. Destacando el legado
de todos ellos y su testimonio de caridad y solidaridad para con todos - parte de
la rica historia del pueblo coreano - el Santo Padre recordó que «en la misteriosa
providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los
misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos». «Tras
un encuentro inicial con el Evangelio», «el conocimiento de Jesús pronto dio lugar
a un encuentro con el Señor mismo». Abrazando en esta beatificación también a todos
los mártires anónimos que en Corea y en todo el mundo, han dado su vida por Cristo
o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre, el Papa Bergoglio culminó su
homilía rogando «que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con Nuestra
Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y
en toda obra buena en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico
de dar testimonio de Jesús en este querido país, en toda Asia y hasta los confines
de la tierra». (CdM - RV)
Voz y texto completo de la Homilía del Papa:
Santa
Misa de Beatificación de los Mártires Coreanos - Puerta de Gwanghwamun, Seúl 16
de agosto de 2014
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35).
Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo
resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos
ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.
Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros.
Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires Andrés Kim Teagon, Pablo
Chong Hasang y compañeros, a los que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron
por Cristo, y ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos
dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria
más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni
presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura
podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm
8,38-39). La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor
de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo gracias
a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad
de volver a los primeros momentos, a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en
Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios
ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado
a ustedes por sus antepasados. En la misteriosa providencia de Dios, la
fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró
por el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por la
curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras un encuentro
inicial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús.
Querían saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los
muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo,
a los primeros bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo
de un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en
la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo corazón
y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales tradicionales, y
teniendo todo en común (cf. Hch 4,32). Esta historia nos habla de la importancia,
la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles
laicos aquí presentes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con
su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de Cristo. También
saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con
su generoso ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas
generaciones de católicos coreanos. El Evangelio de hoy contiene un mensaje
importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad
y nos proteja del mundo. Es significativo, ante todo, que Jesús pida al
Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él
envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la
sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el camino.
Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas en
esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir
a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los
odiaría por su causa (cf. Jn 17,14); sabían el precio de ser discípulos. Para muchos,
esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas
católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que
pudiera apartarles de Cristo –pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque sabían
que sólo Cristo era su verdadero tesoro. En nuestros días, muchas veces
vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar
en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos
al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo
por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno.
Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir. Además,
el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida
de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la
igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna
que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar
el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud
tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos
a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera
silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los
pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo
la mano a nuestros hermanos necesitados. Si seguimos el ejemplo de los
mártires y creemos en la palabra del Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime
y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración
de hoy incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en todo
el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han
sufrido lacerantes persecuciones por su nombre. Hoy es un día de gran regocijo
para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji-chung y compañeros –su rectitud
en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión
que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos– es
parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de los mártires puede inspirar
a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad
más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los
valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero. Que la
intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de
la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena,
en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de
Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén.