Una madre
que está presente en el momento de la ejecución de su hijo es la imagen viva de la
compasión, del sufrimiento. La ternura, el conocimiento del hijo; el cariño, la esperanza
que una madre lleva en el corazón por el hijo que latió en sus propias entrañas, desnudan
ahora el daño y la crueldad monstruosa del egoísmo y la injusticia humana. María
de Nazaret está presente en la ejecución de su Hijo, con el corazón atravesado por
la espada del sufrimiento y el dolor. ¡Oh, qué triste y qué afligida se vio la
madre bendita de tantos tormentos llena cuando triste contemplaba y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena!
Al monte de los crucificados le faltaría algo esencial
sin la mujer y sin la madre. Sin las entrañas de amor, comprensión, misericordia y
ternura de las mujeres y las madres no hay redención completa para el hombre. La fortaleza
y la fidelidad de la mujer en el dolor y la pena, forman parte de su capacidad de
dar vida.
Gracias a esta fidelidad extrema, por estar donde crece y agoniza
el pulso de la vida, por el mismo hueco del dolor de la Virgen, de la Mujer, se cuela
en el alma la luz mansa en la resurrección. “¡Madre, Soy Yo! ¡Estuve muerto pero ahora
vivo para siempre!”. Dice San Ignacio de Loyola que debemos suponer que a la primera
a la que se le presentó Jesús resucitado fue a su santa Madre. Jesús premia la
fidelidad de la mujer. Las mujeres fieles hasta la tumba fueron las primeras en ser
testigos de la resurrección frente a los mismos apóstoles que estaban dispersados
por el miedo y la confusión.
Sí, la vida plena, la vida del resucitado tiene
su espacio no en la tumba, sino desde las entrañas de compasión y ternura de la mujer
que Dios mismo fecunda con su amor.