Viernes Santo en Roma: Francisco recorre el camino de la Cruz
(RV).-(se actualizó con video) La noche del viernes el Santo Padre Francisco presidió
el tradicional Vía Crucis, en el Coliseo de Roma. El camino de la Cruz se representa
con una serie de imágenes de la Pasión o "Estaciones" correspondientes a eventos particulares
que Jesús sufrió por nuestra salvación. La finalidad de las Estaciones es ayudarnos
a unirnos a Nuestro Señor haciendo una peregrinación espiritual a la Tierra Santa,
a los momentos más señalados de su Pasión y muerte redentora. La costumbre de rezar
las Estaciones de la Cruz posiblemente comenzó en Jerusalén. Ciertos lugares de La
Vía Dolorosa (aunque no se llamó así antes del siglo XVI), fueron reverentemente marcados
desde los primeros siglos. Hacer allí las Estaciones de la Cruz se convirtió en la
meta de muchos peregrinos desde la época del emperador Constantino (Siglo IV). Según
la tradición, la Santísima Virgen visitaba diariamente las Estaciones originales y
el Padre de la Iglesia, San Jerónimo, nos habla ya de multitud de peregrinos de todos
los países que visitaban los lugares santos en su tiempo. Sin embargo, no existe prueba
de una forma fija para esta devoción en los primeros siglos. Desde el siglo doce los
peregrinos escriben sobre la "Vía Sacra", como una ruta por la que pasaban recordando
la Pasión. No sabemos cuando surgieron las Estaciones según las conocemos hoy, ni
cuando se les comenzó a conceder indulgencias pero probablemente fueron los Franciscanos
los primeros en establecer el Vía Crucis ya que a ellos se les concedió en 1342 la
custodia de los lugares mas preciados de Tierra Santa. Tampoco está claro en que dirección
se recorrían ya que, según parece, hasta el siglo XV muchos lo hacían comenzando en
el Monte Calvario y retrocediendo hasta la casa de Pilato. Por la dificultad creciente
de visitar la Tierra Santa bajo dominio musulmán, las Estaciones de la Cruz y diferentes
manuales para rezar en ellas se difundieron por Europa. Las Estaciones tal como las
conocemos hoy fueron aparentemente influenciadas por el libro "Jerusalén sicut Christi
tempore floruit" escrito por un tal Adrichomius en 1584. En este libro el Vía Crucis
tiene doce estaciones y estas corresponden exactamente a nuestras primeras doce. Parece
entonces que el Vía Crucis, como lo conocemos hoy surge de las representaciones procedentes
de Europa. Las meditaciones del Via Crucis de este año han sido encomendadas por
Francisco al Mons. Giancarlo Maria Bregantini, Arzobispo de Campobasso-Boiano. Estos
textos son propuestos a la atención de todas las realidades de la Iglesia contemporánea
que ha sufrido y sufre en las diversas regiones del mundo. (RC-RV)
Meditaciones
del Vía Crucis 2014, a cargo de Mons. Giancarlo Maria Bregantini, Arzobispo
de Campobasso-Boiano
«EL ROSTRO DE CRISTO, EL ROSTRO DEL HOMBRE»
INTRODUCCIÓN
«El
que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad,
para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura:
“No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”»
(Jn 19,35-37).
Dulce Jesús, subiste al Gólgota sin hesitar, como gesto
de amor, y te dejaste crucificar sin lamento. Humilde hijo de María, cargaste
con nuestra noche para mostrarnos con cuánta luz querías henchir nuestro corazón. En
tu dolor, reside nuestra redención, en tus lágrimas, se bosqueja la «hora» en
la que se desvela el amor gratuito de Dios. Siete veces perdonados en tus últimos
suspiros de hombre entre los hombres, nos devuelves a todos al corazón del Padre, para
indicarnos en tus últimas palabras la vía redentora para todo nuestro dolor. Tú,
el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz, solamente comprendido por Ella,
la Madre, que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo. Tu sed es fuente
de esperanza siempre encendida, mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso. Concédenos a todos
nosotros, Señor Jesús crucificado, tu infinita misericordia, perfume de Betania
en el mundo, gemido de vida para la humanidad. Y, confiados finalmente en las
manos de tu Padre, ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.
PRIMERA
ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte El dedo acusador
«Pilato
volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían
gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo: “Pues, ¿qué mal
ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así es
que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo
a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció
que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en
la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc 23,20-25).
Un
Pilato atemorizado que no busca la verdad, el dedo acusador y el creciente clamor
de la multitud, son los primeros pasos de la muerte de Jesús. Inocente como un cordero
cuya sangre salva a su pueblo. Ese Jesús, que ha pasado entre nosotros curando y bendiciendo,
es condenado ahora a la pena capital. Ninguna palabra de gratitud por parte del gentío
que, en cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se convierte en un caso embarazoso.
Lo entrega a la muchedumbre y se lava las manos, enteramente apegado a su poder. Lo
entrega para que sea crucificado. No quiere saber nada de él. Para él, el caso está
cerrado.
La condena apresurada de Jesús acoge así las acusaciones fáciles,
los juicios superficiales entre la gente, las insinuaciones y prejuicios, que cierran
el corazón y se convierten en cultura racista, de exclusión y descarte, con cartas
anónimas y horribles calumnias. Si acusados, se salta inmediatamente en primera página;
si absueltos, se termina en la última.
¿Y nosotros? ¿Sabremos tener una conciencia
recta y responsable, transparente, que nunca dé la espalda al inocente, sino que luche
con valor en favor de los débiles, resistiéndose a la injusticia y defendiendo por
doquier la verdad ultrajada?
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ORACIÓN
Señor
Jesús, hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas. Haz
que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie. Defiéndenos de la
calumnia y la mentira. Ayúdanos a buscar siempre la verdad, y
a estar siempre de parte de los débiles. Y concede tu luz a quien, por misión,
debe juzgar en el tribunal, para que emita siempre sentencias justas y verdaderas.
Amén.
SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas El
pesado madero de la crisis
«Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta
el leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis
curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor
y guardián de vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero de la cruz,
porque, en él, Jesús lleva consigo todos nuestros pecados. Se tambalea bajo este peso,
demasiado grande para un solo hombre (cf. Jn 19,17).
Es también el peso de
todas las injusticias que ha causado la crisis económica, con sus graves consecuencias
sociales: precariedad, desempleo, despidos; un dinero que gobierna en lugar de servir,
la especulación financiera, el suicidio de empresarios, la corrupción y la usura,
las empresas que abandonan el propio país.
Esta es la pesada cruz del mundo
del trabajo, la injusticia en la espalda de los trabajadores. Jesús la carga sobre
sus hombros y nos enseña a no vivir más en la injusticia, sino a ser capaces, con
su ayuda, de crear puentes de solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes
ni extraviadas en esta crisis.
Volvamos, pues, a Cristo, pastor y guardián
de nuestras almas. Luchemos juntos por el trabajo en reciprocidad, superando el miedo
y el aislamiento, recuperando la estima por la política y tratando de solventar juntos
los problemas.
La cruz, entonces, se hará más ligera, si la llevamos con Jesús
y la levantamos todos juntos, porque con sus heridas – resquicios de luz – hemos sido
curados.
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ORACIÓN
Señor Jesús, cada
vez se hace más densa nuestra noche. La pobreza se torna miseria. No
tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías. Nuestro futuro
es incierto. Vela por el trabajo que falta. Despierta en nosotros el celo
por la justicia, para que no arrastremos la vida, sino que la
llevemos con dignidad. Amén.
TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae
por primera vez La fragilidad que se abre a la acogida
«Él
soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso,
herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado
por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él» (Is 53,4-5).
Es
un Jesús frágil, muy humano, el que contemplamos con asombro en esta estación de gran
dolor. Pero es precisamente esta caída en tierra lo que revela aún más su inmenso
amor. Está acorralado por el gentío, aturdido por los gritos de los soldados, cubierto
por las llagas de la flagelación, lleno de amargura interior por la inmensa ingratitud
humana. Y cae. Cae por tierra.
Pero en esta caída, en este ceder al peso y
la fatiga, Jesús vuelve a ser una vez más maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras
fragilidades, a no desanimarnos por nuestros fallos, a reconocer con lealtad nuestras
limitaciones: «El deseo del bien está a mi alcance – dice san Pablo – pero no el realizarlo»
(Rm 7,18).
Con esta fuerza interior que viene del Padre, Jesús también nos
ayuda a aceptar las debilidades de los demás; a no indignarnos con quien ha caído,
a no ser indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no cerrar la puerta a
quien llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y patria. Conscientes de nuestra
fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad de los emigrantes, para que encuentren
seguridad y esperanza.
En efecto, en el agua sucia del cántaro del Cenáculo,
es decir, en nuestra fragilidad, es donde se refleja el verdadero rostro de nuestro
Dios. Por eso, «todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios»
(1 Jn 4,2).
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ORACIÓN
Señor Jesús, que
te has humillado para rescatar nuestra debilidad, haznos capaces de entrar
en una verdadera comunión con nuestros hermanos más pobres. Arranca
de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia, que nos impide
reconocerte en los emigrantes, para dar testimonio de que tu Iglesia no
tiene fronteras, sino que es verdadera madre de todos. Amén.
CUARTA
ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre Lágrimas solidarias
«Simeón
los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este ha sido puesto para que muchos
en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción: así quedará
clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc
2,34-35). «Llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con
otros» (Rm 12,15-16).
Este encuentro de Jesús con María, su madre, está
cargado de emoción, de lágrimas amargas. En él se expresa la fuerza invencible del
amor materno, que supera todo obstáculo y sabe abrir caminos. Pero impresiona aún
más la mirada solidaria de María, que comparte e infunde fuerza al Hijo. Nuestro corazón
se llena así de asombro al contemplar la grandeza de María, precisamente en su hacerse,
ella misma criatura, «prójimo» para con su Dios y su Señor.
Ella recoge las
lágrimas de todas las madres por sus hijos lejanos, por los jóvenes condenados a muerte,
asesinados o enviados a la guerra, especialmente por los niños soldados. En ellas
escuchamos el lamento desgarrador de las madres por sus hijos, moribundos a causa
de tumores producidos por la quema de residuos tóxicos.
¡Qué lágrimas tan amargas!
¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos! Madres que velan en la noche, con
las luces encendidas, temblando por los jóvenes abrumados por la inseguridad o en
las garras de la droga y el alcohol, especialmente las noches del sábado.
Junto
a María, nunca seremos un pueblo huérfano. Nunca olvidados. Como a san Juan Diego,
María también nos ofrece a nosotros la caricia de su consuelo materno, y nos dice:
«No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 286).
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ORACIÓN
Salve, Madre, dame
tu santa bendición. Bendíceme, a mí y a toda mi casa. Dígnate
ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré, unido a tus méritos y
a los de tu santísimo Hijo. Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis
cosas a tu servicio, poniéndome por entero bajo tu manto. Obtén
para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo, y haz que, en este
día, no haga nada que desagrade a Dios. Te lo pido por tu Inmaculada
Concepción y tu intacta virginidad. Amén
(San Gaspar Bertoni).
QUINTA
ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz La mano
amiga que levanta
«A uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de
Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc 15,21).
Simón
de Cirene pasa casualmente por allí. Pero se convierte en un encuentro decisivo en
su vida. Él volvía del campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso se le obligó a llevar
la cruz de Jesús, condenado a una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero este encuentro,
el principio casual, se trasformará en un seguimiento decisivo y vital de Jesús, llevando
cada día su cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt 16,24-25). En efecto, Simón es recordado
por Marcos como el padre de dos cristianos conocidos en la comunidad de Roma: Alejandro
y Rufo. Un padre que ha impreso ciertamente en el corazón de los hijos la fuerza de
la cruz de Jesús. Porque la vida, si uno se aferra demasiado a ella, enmohece y se
agosta. Pero si la ofrece, florece y se convierte en espiga de grano, para él y para
toda la comunidad.
En esto radica la verdadera cura de nuestro egoísmo, siempre
al acecho. La relación con el otro nos rehabilita y crea una hermandad mística, contemplativa,
que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada
ser humano, que puede soportar las penas de la vida, apoyándose en el amor de Dios.
Sólo con el corazón abierto al amor divino, me veo impulsado a buscar la felicidad
de los demás en tantos gestos de voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo
sin intereses, una lágrima enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso
con altas miras por el bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda
forma de recelo y envidia.
El mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo que hicisteis
con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
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ORACIÓN
Señor
Jesús, en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia, que
se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti. La ayuda fraterna
es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida. No permitas que
nuestro egoísmo nos haga pasar de largo, y ayúdanos a derramar el ungüento
de consolación en las heridas de los otros, para hacernos compañeros leales
de camino, sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad.
Amén.
SEXTA ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús La
ternura femenina
«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro
buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú
eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús
se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene intacta.
No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los salivazos no la han empañado. Los
golpes no han conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una zarza ardiente que,
cuanto más se le ultraja, más consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del
Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo, Jesús
avanza, no se detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad,
pero él sabe que su muerte no será en vano.
Jesús, entonces, se detiene ante
una mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen
femenina de la ternura.
El Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad
amorosa, de sentirnos amados y protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las
caricias de esta criatura se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen purificarlo
de las profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La Verónica consigue
tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para aliviar, sino para participar
en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada prójimo que ha de consolar, con un toque
de ternura, para entrar en el gemido de dolor de los que hoy no reciben asistencia
ni calor de compasión. Y mueren de soledad.
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ORACIÓN
Señor Jesús, ¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos a
nuestro lado en los momentos de desolación! Pero tú nos cubres con ese
paño que lleva impresa tu sangre preciosa, que has derramado
a lo largo del camino del abandono, que también tú sufriste injustamente.
Sin ti, no tenemos ni podemos dar alivio alguno. Amén.
SÉPTIMA
ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez La angustia de la cárcel
y de la tortura
«Me rodeaban cerrando el cerco... Me rodeaban como avispas,
ardiendo como el fuego en las zarzas, en el nombre del Señor los rechacé. Empujaban
y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó... Me castigó, me castigó el Señor,
pero no me entregó a la muerte»(Sal 117,11.12-13.18).
En Jesús se cumplen
verdaderamente las antiguas profecías del Siervo humilde y obediente, que carga sobre
sus hombros toda nuestra historia de dolor. Y así, Jesús, llevado a empellones, se
desploma por la fatiga y la opresión, rodeado, circundado por la violencia, ya sin
fuerzas. Cada vez más solo, cada vez más en la oscuridad. Lacerado en la carne, con
los huesos magullados.
En él reconocemos la amarga experiencia de los detenidos
en prisión, con todas sus contradicciones inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados
para derribarlos». A la cárcel se la mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada,
rechazada por la sociedad civil. Hay absurdos de la burocracia, lentitud de la justicia.
El hacinamiento es una doble pena, un dolor agravado, una opresión injusta, que desgasta
la carne y los huesos. Algunos – demasiados – no sobreviven... Y aun cuando un hermano
nuestro sale, lo seguimos considerando «ex recluso», cerrándole así las puertas del
rescate social y laboral.
Pero más grave es la tortura, por desgracia muy practicada
en varias partes de la tierra de muchos modos. Como lo fue para Jesús, también él
golpeado, humillado por la soldadesca, torturado con la corona de espinas, azotado
con crueldad.
Ante esta caída, cómo nos percatamos de la verdad de aquellas
palabras de Jesús: «Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel,
junto a cada torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y torturado.
Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser entregados al miedo. Sólo
juntos nos levantamos, acompañados por agentes apropiados, apoyados en la mano fraterna
de los voluntarios y rescatados de una sociedad civil que hace suyas las muchas injusticias
cometidas dentro de los muros de una prisión.
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ORACIÓN
Señor
Jesús, una conmoción indecible me embarga al verte postrado
en tierra por mí. No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados,
incongruencias, debilidades. Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios, tú nos
has bendecido para siempre. Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por
tierra, contigo, rescatados de la condena. Haz que no eludamos nuestras
responsabilidades, concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda
pretensión de omnipotencia, para renacer a una vida nueva como criaturas
hechas para el cielo. Amén.
OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra
a las mujeres de Jerusalén Compartir, no sólo conmiseración
«Hijas
de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28).
Las
figuras femeninas en el camino del dolor se presentan como antorchas encendidas. Mujeres
de fidelidad y valor que no se dejan intimidar por los guardias ni escandalizar por
las llagas del Buen Maestro. Están dispuestas a encontrarlo y consolarlo. Jesús está
allí, ante ellas. Hay quien lo pisotea mientras cae por tierra agotado. Pero las mujeres
están allí, listas para darle ese cálido latido que el corazón ya no puede contener.
Antes lo observan desde lejos, pero luego se acercan, como hace el amigo, el hermano
o hermana cuando se da cuenta de las dificultades del ser querido.
Jesús se
impresiona por su llanto amargo, pero les exhorta a no desgastar el corazón en verlo
tan maltratado, a no ser mujeres que lloran, sino creyentes. Pide un dolor compartido
y no una conmiseración sollozante. No más lamentos, sino deseos de renacer, de mirar
hacia adelante, de proceder con fe y esperanza hacia esa aurora de luz que surgirá
aún más cegadora sobre la cabeza de quienes caminan con los ojos puestos en Dios.
Lloremos por nosotros mismos si aún no creemos en ese Jesús que nos ha anunciado el
Reino de la salvación. Lloremos por nuestros pecados no confesados.
Y lloremos
también por esos hombres que descargan sobre las mujeres la violencia que llevan dentro.
Lloremos por las mujeres esclavizadas por el miedo y la explotación. Pero no basta
compungirse y sentir compasión. Jesús es más exigente. Las mujeres deben ser amadas
como un don inviolable para toda la humanidad. Para hacer crecer a nuestros hijos,
en dignidad y esperanza.
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ORACIÓN
Señor Jesús,
frena la mano que ataca a las mujeres. Libera su corazón del
abismo de la desesperación cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas. Y abre nuestro
corazón para compartir todo dolor, con sinceridad y fidelidad, más
allá de la compasión natural, para hacernos instrumentos de la verdadera
liberación. Amén.
NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera
vez Superar la nociva nostalgia
«¿Quién podrá apartarnos del
amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la
desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias
a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San Pablo enumera sus pruebas,
pero sabe que Jesús ha pasado antes por ellas, que en el camino hacia el Gólgota cayó
una, dos, tres veces. Destrozado por la tribulación, la persecución, la espada; oprimido
por el madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos momentos
de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».
Es el grito de los perseguidos, los moribundos,
los enfermos terminales, los oprimidos por el yugo.
Pero en Jesús se ve también
su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos muestra que en la aflicción
siempre está su consuelo, un «más allá» que se entrevé en la esperanza. Como la poda
de la vid que el Padre celestial, con sabiduría, hace precisamente con los sarmientos
que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino siempre para rebrotar. Como
una madre cuando llega su hora: se inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe que
son los dolores de la nueva vida, de la primavera en flor, precisamente por esa poda.
Que
la contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos ayude a vencer
la congoja que el temor por el mañana imprime en nuestro corazón, especialmente en
este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del pasado, la comodidad del
inmovilismo, del «siempre se ha hecho así». Ese Jesús que se tambalea y cae, pero
que luego se levanta, es la certeza de una esperanza que, alimentada por la oración
intensa, nace precisamente durante la prueba, y no después de la prueba ni sin prueba.
Por la fuerza de su amor, saldremos más que victoriosos.
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ORACIÓN
Señor
Jesús, te rogamos que levantes del polvo al mísero, levanta
a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo y
asígnales un puesto de honor. Quiebra el arco de los fuertes y reviste
a los débiles de vigor, porque sólo tú nos haces ricos precisamente con
tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9). Amén.
DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús
es despojado de las vestiduras La unidad y la dignidad
«Los
soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una
para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda
de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino echémosla a suerte,
a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron
a suerte mi túnica”. Esto hicieron los soldados»(Jn 19,23-24).
No dejaron
ni un trozo de tela que cubriera el cuerpo de Jesús. Lo despojaron. No tenía manto
ni túnica, ningún vestido. Lo desnudaron como un acto de humillación extrema. Sólo
le cubría la sangre, que borbotaba de sus numerosas heridas.
La túnica queda
intacta: es símbolo de la unidad de la Iglesia, una unidad que se ha de recobrar mediante
un camino paciente, una paz artesana, construida día a día en un tejido recompuesto
con los hilos de oro de la fraternidad, en un clima de reconciliación y perdón mutuo.
En Jesús, inocente, despojado y torturado, reconocemos la dignidad violada
de todos los inocentes, especialmente de los pequeños. Dios no impidió que su cuerpo
despojado fuera expuesto en la cruz. Lo hizo para rescatar todo abuso injustamente
cubierto, y demostrar que él, Dios, está irrevocablemente y sin medias tintas de parte
de las víctimas.
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ORACIÓN
Señor Jesús, queremos
volver a ser inocentes como niños, para poder entrar en el reino de los
cielos, purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos. Retira
de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones, que hacen a tu
Iglesia poco creíble. Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo, para
vivir según tus preceptos y observar y poner en práctica tus leyes. Amén.
UNDÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús clavado en la cruz En el lecho de los enfermos
«Lo
crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba
cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba
escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha
y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como
un malhechor”» (Mc 15,24-28).
Y lo crucificaron. La pena de los infames,
de los traidores, de los esclavos rebeldes. Esta es la pena que se aplica a nuestro
Señor Jesús: ásperos clavos, dolor lacerante, la congoja de la madre, la vergüenza
de verse acomunado a dos bandidos, la ropa repartida entre los soldados como un botín,
la burlas crueles de quienes pasaban por allí: «A otros ha salvado y él no se puede
salvar..., que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42).
Y lo crucificaron.
Jesús no desciende, no abandona la cruz. Permanece obediente hasta el fin a la voluntad
del Padre. Ama y perdona.
También hoy, como Jesús, muchos hermanos y hermanas
nuestros están clavados al lecho de dolor, en hospitales, asilos de ancianos, en nuestras
familias. Es el tiempo de la prueba, de días amargos, de soledad e incluso de desesperación:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Que nuestra mano
nunca sea para clavar, sino siempre para acercar, consolar y acompañar a los enfermos,
levantándolos de su lecho de dolor. La enfermedad no pide permiso. Llega siempre de
improviso. A veces trastoca, limita los horizontes, pone a dura prueba la esperanza.
Su hiel es amarga. Sólo si tenemos junto a nosotros a alguien que nos escucha, que
nos es cercano, que se sienta en nuestro lecho..., entonces la enfermedad puede convertirse
en una gran escuela de sabiduría, en encuentro con el Dios paciente. Cuando alguno
toma sobre sí nuestra enfermedad por amor, también la noche del dolor se abre a la
luz pascual de Cristo crucificado y resucitado. Lo que humanamente es una condena,
puede transformarse en un ofrecimiento redentor por el bien de nuestras comunidades
y familias. A ejemplo de los Santos.
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ORACIÓN
Señor
Jesús, no te alejes de mí, siéntate en mi lecho de dolor y hazme
compañía. No me dejes solo, tiende tu mano y levántame. Yo creo
que tú eres el Amor, y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad, porque me confío a tu amor.
Amén.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz El
suspiro de las siete palabras
«Después de esto, sabiendo Jesús que ya
todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había
allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una
caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está
cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Las
siete palabras de Jesús en la cruz son una obra maestra de esperanza. Jesús, lentamente,
con pasos que también son los nuestros, atraviesa toda la oscuridad de la noche, para
abandonarse confiado en los brazos del Padre. Es el gemido de los moribundos, el grito
de los desesperados, la invocación de los perdedores. Es Jesús.
«Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es el grito de Job, de todo hombre
bajo el peso de la desgracia. Y Dios guarda silencio. Calla porque su respuesta está
allí, en la cruz: él mismo, Jesús, es la respuesta de Dios, Palabra eterna encarnada
por amor.
«Acuérdate de mí...» (Lc 23,42). La invocación fraterna del malhechor,
convertido en compañero de dolor, llega al corazón de Jesús, que siente en ella el
eco de su propio dolor. Y Jesús acoge la súplica: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»
(Lc 23,42-43). El dolor del otro nos redime siempre, porque nos hace salir de nosotros
mismos.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn 19,26). Pero es su Madre, María,
que estaba con Juan al pie de la cruz, rompiendo el acoso del miedo. La llena de ternura
y esperanza. Jesús ya no se siente solo. Como nos pasa a nosotros cuando junto al
lecho del dolor está quien nos ama. Fielmente. Hasta el final.
«Tengo sed»
(Jn 19,28). Como el niño pide de beber a su mamá; como el enfermo abrasado por la
fiebre... La sed de Jesús es la todos los sedientos de vida, de libertad, de justicia.
Y es la sed del mayor de los sedientos, Dios, que infinitamente más que nosotros tiene
sed de nuestra salvación.
«Está cumplido» (Jn 19,30). Todo cumplido: cada palabra,
cada gesto, cada profecía, cada instante de la vida de Jesús. El tapiz está completo.
Los mil colores del amor lucen ahora con hermosura. Nada se ha desperdiciado. Nada
se ha desechado. Todo se ha convertido en amor. Todo está cumplido, para mí y para
ti. Y, así, también el morir tiene un sentido.
«Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ahora, heroicamente, Jesús sale del miedo a la muerte.
Porque si vivimos en el amor gratuito, todo es vida. El perdón renueva, sana, transforma
y consuela. Crea un pueblo nuevo. Frena las guerras.
«Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu» (Lc 23,46). Ya no más desesperación ante la nada. Más bien plena confianza
en sus manos de Padre, recostado en su corazón. Porque, en Dios, cada fragmento se
compone finalmente en unidad.
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ORACIÓN
Oh
Dios, que en la pasión de Cristo nuestro Señor, nos has liberado de la
muerte, heredad del antiguo pecado, transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo; y, así como hemos llevado en
nosotros por nacimiento la imagen del hombre terrenal, haz que,
por la acción de tu Espíritu, llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús
es bajado de la cruz y entregado a su Madre El amor es más fuerte de la
muerte
«Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José,
que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús.
Y Pilato mandó que se lo entregaran» (Mt 27,57-58).
Antes de ser puesto
en la tumba, Jesús es entregado finalmente a su Madre. Es el icono de un corazón destrozado,
que nos dice cómo la muerte no impide el último beso de la madre a su hijo. Postrada
ante el cuerpo de Jesús, María se encadena a él en un abrazo total. Este icono se
llama simplemente «Piedad». Es desgarrador, pero demuestra que la muerte no quiebra
el amor. Porque el amor es más fuerte que la muerte. El amor puro es perdurable. Ha
llegado la tarde. La batalla está vencida. El amor no se ha truncado. Quién está dispuesto
a sacrificar su vida por Cristo, la encontrará. Transfigurada más allá de la muerte.
En
esta trágica entrega, se mezclan lágrimas y sangre. Como en la vida de nuestras familias,
atribuladas a veces por pérdidas imprevistas y dolorosas, creando un vacío insalvable,
sobre todo cuando muere un niño.
Piedad, entonces, significa hacerse cercanos
de los hermanos en luto y que no se resignan. Es una caridad muy grande cuidar de
quien está sufriendo en el cuerpo llagado, en la mente deprimida, en el ánimo desesperado.
Amar hasta el final es la suprema enseñanza que nos han dejado Jesús y María. Y la
misión fraterna diaria de consuelo, que se nos entrega en este abrazo fiel entre Jesús
muerto y su Madre Dolorosa.
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ORACIÓN
Oh,
Virgen de los Dolores, que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro
de luz, mientras que con los ojos hacia el cielo y las manos
abiertas ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal, la
víctima redentora de tu Hijo Jesús. Muéstranos la dulzura del último fiel
abrazo y danos tu maternal consuelo, para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte. Amén.
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN
Jesús es puesto en el sepulcro El jardín nuevo
«Había
un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde
nadie había sido enterrado todavía... Allí pusieron a Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel
jardín, donde se encuentra la tumba en la que Jesús fue sepultado, recuerda otro jardín:
el Jardín del Edén. Un jardín que, a causa de la desobediencia, perdió su belleza
y se convirtió en desolación, lugar de muerte en vez de vida.
Las ramas silvestres
que nos impiden respirar la voluntad de Dios, como el apego al dinero, la soberbia,
el derroche de la vida, se han de cortar e injertarlas ahora en el madero de la cruz.
Este es el nuevo jardín: la cruz plantada en la tierra.
Desde allí, Jesús puede
ahora llevar todo a la vida. Cuando retorne de los abismos infernales, donde Satanás
ha encerrado a muchas almas, comenzará la renovación de todas las cosas. Aquel sepulcro
representa el fin del hombre viejo. Y, como para Jesús, Dios tampoco ha permitido
para nosotros que sus hijos fueran castigados con la muerte definitiva. La muerte
de Cristo abate todos los tronos del mal, basados en la codicia y la dureza de corazón.
La
muerte nos desarma, nos hace entender que estamos expuestos a una existencia terrenal
que termina. Pero, ante ese cuerpo de Jesús puesto en el sepulcro, tomamos conciencia
de lo que somos: criaturas que, para no morir, necesitan a su Creador.
El silencio
que rodea ese jardín nos permite escuchar el susurro de una suave brisa: «Yo soy el
que vive, y yo estoy con vosotros» (cf. Ex 3,14). El velo del templo se rasgó. Finalmente
vemos el rostro de nuestro Señor. Y conocemos plenamente su nombre: misericordia y
fidelidad, para no quedar nunca confusos, ni siquiera ante la muerte, porque el Hijo
de Dios fue libre en medio de los muertos (cf. Sal 87,6 Vulg.).
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ORACIÓN
Protégeme,
oh Dios, en ti me refugio. Tú eres mi heredad y mi copa, en
tus manos está mi vida. Te pongo siempre ante mí, como mi Señor, contigo
a mi derecha, no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se regocija
mi alma, y también mi carne descansa segura. No abandones mi
vida en el abismo ni dejes a tu fiel conocer la corrupción. Me
enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de
alegría perpetua a tu derecha. Amén. (cf. Sal 15)