El Papa Francisco preside la celebración de la Pasión del Señor en la basílica Vaticana
(RV).- (audio) (se actualizó con
video) El Papa Francisco preside la celebración de la Pasión del Señor en la basílica
Vaticana, la tarde del Viernes Santo. Las meditaciones de este año están a cargo del
Padre Rainiero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia. P. Cantalamessa recordó
que Judas fue elegido para “ser uno de los doce”. “Al insertar su nombre en la lista
de los apóstoles, el 'evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió
en el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, explica el predicador, Judas no había nacido
traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos
ante uno de los dramas más sombríos de la libertad humana”.
La confesión,
prosiguió el P. Cantalamessa, “nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia
canta la noche de Pascua en el Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!»
Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentido,
«felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia
de misericordia y de ternura divinas!”. “Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos”,
añade, “Venerables Padres, hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos
y oír resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de nuestro tiempo”.
(MZ-RV)
Reflexión completa del Padre Rainiero Cantalamessa, predicador de
la Casa Pontificia
«ESTABA TAMBIÉN CON ELLOS JUDAS, EL TRAIDOR»
Dentro
de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas historias de
hombres y de mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra. La más
trágica de ellas es la de Judas Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados,
con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto del Nuevo Testamento.
La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros haríamos
mal a no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.
Judas fue elegido desde
la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar su nombre en la lista de los
apóstoles, el 'evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto)
en el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era
en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de los dramas
más sombríos de la libertad humana.
¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos,
cuando estaba de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se trató de dar a su gesto
motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación
de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban
como «sicarios» contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por
la manera en que Jesús llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle
para que actuara también en el plano político contra los paganos. Es el Judas del
célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas recientes.
Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que
mató a Julio César para salvar la República!
Son todas construcciones que se
deben respetar cuando revisten alguna dignidad literaria o artística, pero no tienen
ningún fundamento histórico. Los evangelios —las únicas fuentes fiables que tenemos
sobre el personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas
se le confió la bolsa común del grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado
contra el despilfarro del perfume preciosos derramado por María sobre los pies de
Jesús, no porque le importaran de pobres —hace notar Juan—, sino porque "era un ladrón
y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta
a los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a darme, si
os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata» (Mt 26, 15).
Pero
¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha
sido casi siempre así en la historia y no es todavía hoy así? Mammona, el dinero,
no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia; literalmente, «el ídolo de
metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es, objetivamente,
si no subjetivamente (es decir en los hechos, no en las intenciones), el verdadero
enemigo, el competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide
servir, sin motivo, a Satanás. Quién lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún
poder o algún beneficio temporal. Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos,
el otro amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios
y a Mammona» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible», a diferencia del Dios verdadero
que es invisible.
Mammona es el anti-dios porque crea un universo espiritual
alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya
no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos
los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero
el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos
los hechos parecen darle la razón.
«El apego al dinero —dice la Escritura—
es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de nuestra sociedad
está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria,
al que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había
que ofrecer diariamente un cierto número de corazones humanos. ¿Qué hay detrás del
comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas, detrás del fenómeno de la
mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio de armas,
e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados
a niños? Y la crisis financiera que el mundo ha atravesado y este país aún está atravesando,
¿no es debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sagrada
fames, por parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la caja
común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?
Pero,
sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que
algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan
en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener
que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?
En los años 70 y
80, para explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos ocultos
de poder, el terrorismo y los misterios de todo tipo que afligían a la convivencia
civil, se fue afirmando la idea, casi mítica, la existencia de un «gran Anciano»:
un personaje espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los bastidores habría movido
fila los hilos de todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe
realmente, no es un mito; ¡se llama Dinero!
Como todos los ídolos, el dinero
es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin embargo, la quita; promete libertad
y, en cambio, la destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual
en él, el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima
la muerte; se hace venir al sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón
de todos tus pecados?» , y él responde que sí. Y el sacerdote: «Estás dispuesto a
satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a otros?»
Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis
parientes y amigos». Y así él muere impenitente y apenas muerto los parientes y amigos
dicen entre sí: «¡Maldita alma la suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!"
Cuántas
veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido por Jesús al
rico de la parábola que había almacenado bienes sin fin y se sentía al seguro para
el resto de la vida: «Insensato, esta misma noche se te pedirá el alma; y lo que has
preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados en puestos de responsabilidad
que ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su corrupción
se encontraron en el banquillo de los imputados, o en la celda de una prisión, precisamente
cuando estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo
han hecho? ¿Valía la pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia,
o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O más bien se han arruinado a sí mismos
y alos demás?
La traición de Judas continua en la historia y el traicionado
es siempre él, Jesús. Judas vendió al jefe, sus imitadores venden su cuerpo, porque
los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis con uno solo
de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición
de Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería
cómodo para nosotros, pero no es así. Ha permanecido famosa la homilía que tuvo en
un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre «Nuestro hermano Judas». "Dejad —decía a
los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense por un momento al Judas que
tengo dentro de mí, al Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».
Se
puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta
denarios de plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona
a Jesús el ministro de Dios infiel a su estado, o quien, en lugar de apacentar el
rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a Jesús todo el que traiciona
su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en este momento —y la cosa me hace temblar—
si mientras predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que
de participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenunante que yo no
tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía
que era el hijo de Dios, como lo sabemos nosotros. Como cada año, en la inminencia
de la Pascua, he querido escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo», de Bach. Hay
un detalle que cada vez me hace estremecerme. En el anuncio de la traición de Judas,
allí todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?»
Sin embargo, antes de escuchar la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre
acontecimiento y su conmemoración, el compositor inserta una coral que comienza así:
«¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich bin's, ich sollte büßen».
Como todas las corales de esa ópera, expresa los sentimientos del pueblo que escucha;
es una invitación para que también nosotros hagamos nuestra confesión del pecado.
El
Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había traicionado, viendo
que Jesús había sido condenado, se arrepintió, y devolvió los treinta siclos de plata
a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: He pecado, entregándoos
sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Ocúpate tú. Y él, arrojados
los siclos en el templo, se alejó y fue a ahocarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un
juicio apresurado. Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento
en que se lanzó desde el árbol con la soga al cuello: si en las manos de Satanás o
en las de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en esos últimos instantes?
«Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado,
como no podía haber olvidado su mirada.
Es cierto que, hablando de sus discípulos,
al Padre Jesús había dicho de Judas: «Ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo
de la perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en tantos otros casos, él habla en la
perspectiva del tiempo no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola,
sin pensar en un fracaso eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas:
«Mejor hubiera sido para ese hombre no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno
de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos asegura que un hombre
o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero de nadie sabe
ella misma que esté en el infierno.
Dante Alighieri, que, en la Divina
Comedia, sitúa a Judas en lo profundo del infierno, narra la conversión en el último
instante de Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo
consideraban condenado porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él confía
al poeta que, en el último instante de vida, se rindió llorando a quien «perdona de
buen grado» y desde el Purgatorio envía a la tierra este mensaje que vale también
para nosotros:
Abominables mis pecados fueron mas tan gran brazo tiene
la bondad infinita, que acoge a quien la implora .
He aquí a lo que debe
empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona gustosamente,
a arrojarnos también nosotros en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande
en el asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía
bien lo que estaba madurando en el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere
darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo
que ha venido, pero no rechaza, en el huerto de los olivos, su beso helado e incluso
lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para
darle su perdón, ¡quién sabe como habrá buscado también el de Judas en algún momento
de su vía crucis! Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a Judas. ¿Qué haremos, pues,
nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de lo que
había hecho, pero también Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He
traicionado sangre inocente!» y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces,
la diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo,
¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado
de su misericordia.
Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición,
no lo imitemos en esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un sacramento
en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el
sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar
a Jesús como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor:
como aquel que te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo
con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3). La confesión
nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua
en el Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas
las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que
ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia de misericordia y de
ternura divinas!
Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables Padres,
hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en
nuestro corazón las palabras de un gran converso de nuestro tiempo:
«Dios mío,
he resucitado y estoy aún contigo! Dormía y estaba tumbado como un muerto en la
noche. Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! [...] Padre
mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu presencia. Mi corazón está
libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas. Estoy absuelto de todos
los pecados, que confesé uno a uno. El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro
está limpio. Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido».