Un 2014 lleno de bendiciones y de paz, desea el Papa a la familia humana
(RV).- (se actualizó con video) (con audio) Con sus mejores deseos
para todos los pueblos del mundo y su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, dedicado
a la fraternidad como fundamento y camino para la paz, el Obispo de Roma renovó
la tradición de comienzos de año en su encuentro con los miembros del Cuerpo diplomático
ante la Santa Sede, para el intercambio de felicitaciones y reiteró su cercanía y
atención, con su corazón de pastor, a todo lo que concierne a la humanidad, sus alegrías
y dolores. Renovando sus llamamientos contra la pobreza y en favor de la paz en Siria
y en todo Oriente Medio, su preocupación por los refugiados también en África, Asía,
Europa, América y sus exhortaciones al respeto de la libertad religiosa, el Papa Bergoglio
aseguró la disponibilidad de la Iglesia, de la Santa Sede y de la Secretaría de Estado
para promover la fraternidad, reflejo del amor de Dios.
Pocos días después
de la Navidad, en que los cristianos celebramos al «Príncipe de la Paz», que «cambia
las espadas en arados y las lanzas en podaderas», el Papa dirigió un denso discurso
con palabras de aliento y esperanza, recordando la responsabilidad de cada uno, de
las autoridades nacionales e internacionales para sanar las heridas que atentan contra
la paz. Estamos llamados a dar testimonio de amor y de la misericordia de Dios impulsando
la justicia, el diálogo y la reconciliación ante la pobreza, el hambre, los conflictos,
la violencia, la intolerancia, la negación de la dignidad humana y la falta de cuidado
de la naturaleza. Entre las realidades que provocan tanto dolor en tantas partes del
mundo, el Santo Padre recordó las dificultades de la familia, la necesidad de una
cultura del encuentro, en especial entre ancianos y jóvenes que son el futuro de la
humanidad y evocó la esperanza y alegría de la JMJ de Río de Janeiro.
(CdM
- RV)
Texto en español del discurso completo pronunciado por el Papa
en italiano
Excelencias, Señoras y Señores
Es ya una larga
y consolidada tradición que el Papa encuentre, al comienzo de cada año, al Cuerpo
diplomático acreditado ante la Santa Sede, para manifestar los mejores deseos e intercambiar
algunas reflexiones, que brotan sobre todo de su corazón de pastor, que se interesa
por las alegrías y dolores de la humanidad. Por eso, el encuentro de hoy es un motivo
de gran alegría. Y me permite formularles a ustedes personalmente, a sus familias,
a las autoridades y pueblos que representan mis mejores deseos de un 2014 lleno de
bendiciones y de paz.
Agradezco, en primer lugar, al Decano Jean-Claude
Michel, quien en nombre de todos ha dado voz a las manifestaciones de afecto y estima
que unen vuestras naciones con la Sede Apostólica. Me alegra veros aquí, en tan gran
número, después de haberos encontrado la primera vez pocos días después de mi elección.
Desde entonces se han acreditado muchos nuevos embajadores, a los que renuevo la bienvenida,
a la vez que no puedo dejar de mencionar, entre los que nos han dejado, al difunto
embajador Alejandro Valladares Lanza, durante varios años Decano del Cuerpo diplomático,
y al que el Señor llamó a su presencia hace algunos meses.
El año que acaba
de terminar ha estado especialmente cargado de acontecimientos no sólo en la vida
de la Iglesia, sino también en el ámbito de las relaciones que la Santa Sede mantiene
con los Estados y las Organizaciones internacionales. Recuerdo, en concreto, el establecimiento
de relaciones diplomáticas con Sudán del Sur, la firma de acuerdos, de base o específicos,
con Cabo Verde, Hungría y Chad, y la ratificación del que se suscribió con Guinea
Ecuatorial en el 2012. También en el ámbito regional ha crecido la presencia de la
Santa Sede, tanto en América central, donde se ha convertido en Observador Extra-Regional
ante el Sistema de la Integración Centroamericana, como en África, con la acreditación
del primer Observador permanente ante la Comunidad Económica de los Estados del África
Occidental.
En el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, dedicado a la
fraternidad como fundamento y camino para la paz, he subrayado que «la fraternidad
se empieza a aprender en el seno de la familia», que «por vocación, debería contagiar
al mundo con su amor» y contribuir a que madure ese espíritu de servicio y participación
que construye la paz. Nos lo señala el pesebre, donde no vemos a la Sagrada Familia
sola y aislada del mundo, sino rodeada de los pastores y los magos, es decir de una
comunidad abierta, en la que hay lugar para todos, pobres y ricos, cercanos y lejanos.
Se entienden así las palabras de mi amado predecesor Benedicto XVI, quien subrayaba
cómo «la gramática familiar es una gramática de paz».
Por desgracia, esto
no sucede con frecuencia, porque aumenta el número de las familias divididas y desgarradas,
no sólo por la frágil conciencia de pertenencia que caracteriza el mundo actual, sino
también por las difíciles condiciones en las que muchas de ellas se ven obligadas
a vivir, hasta el punto de faltarles los mismos medios de subsistencia. Se necesitan,
por tanto, políticas adecuadas que sostengan, favorezcan y consoliden la familia.
Sucede,
además, que los ancianos son considerados como un peso, mientras que los jóvenes non
ven ante ellos perspectivas ciertas para su vida. Ancianos y jóvenes, por el contrario,
son la esperanza de la humanidad. Los primeros aportan la sabiduría de la experiencia;
los segundos nos abren al futuro, evitando que nos encerremos en nosotros mismos.
Es sabio no marginar a los ancianos en la vida social para mantener viva la memoria
de un pueblo. Igualmente, es bueno invertir en los jóvenes, con iniciativas adecuadas
que les ayuden a encontrar trabajo y a fundar un hogar. ¡No hay que apagar su entusiasmo!
Conservo viva en mi mente la experiencia de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud
de Río de Janeiro. ¡Cuántos jóvenes contentos pude encontrar! ¡Cuánta esperanza y
expectación en sus ojos y en sus oraciones! ¡Cuánta sed de vida y deseo de abrirse
a los demás! La clausura y el aislamiento crean siempre una atmósfera asfixiante y
pesada, que tarde o temprano acaba por entristecer y ahogar. Se necesita, en cambio,
un compromiso común por parte de todos para favorecer una cultura del encuentro, porque
sólo quien es capaz de ir hacia los otros puede dar fruto, crear vínculos de comunión,
irradiar alegría, edificar la paz.
Por si fuera necesario, lo confirman las
imágenes de destrucción y de muerte que hemos tenido ante los ojos en el año apenas
terminado. Cuánto dolor, cuánta desesperación provoca la clausura en sí mismos, que
adquiere poco a poco el rostro de la envidia, del egoísmo, de la rivalidad, de la
sed de poder y de dinero. A veces, parece que esas realidades estén destinadas a dominar.
La Navidad, en cambio, infunde en nosotros, cristianos, la certeza de que la última
y definitiva palabra pertenece al Príncipe de la Paz, que cambia «las espadas en arados
y las lanzas en podaderas» (cf. Is 2,4) y transforma el egoísmo en don de sí y la
venganza en perdón.
Con esta confianza, deseo mirar al año que nos espera.
No dejo, por tanto, de esperar que se acabe finalmente el conflicto en Siria. La solicitud
por esa querida población y el deseo de que no se agravara la violencia me llevaron
en el mes de septiembre pasado a convocar una jornada de ayuno y oración. Por vuestro
medio, agradezco de corazón a las autoridades públicas y a las personas de buena voluntad
que en vuestros países se asociaron a esa iniciativa. Se necesita una renovada voluntad
política de todos para poner fin al conflicto. En esa perspectiva, confío en que la
Conferencia «Ginebra 2», convocada para el próximo 22 de enero, marque el comienzo
del deseado camino de pacificación. Al mismo tiempo, es imprescindible que se respete
plenamente el derecho humanitario. No se puede aceptar que se golpee a la población
civil inerme, sobre todo a los niños. Animo, además, a todos a facilitar y garantizar,
de la mejor manera posible, la necesaria y urgente asistencia a gran parte de la población,
sin olvidar el encomiable esfuerzo de aquellos países, sobre todo el Líbano y Jordania,
que con generosidad han acogido en sus territorios a numerosos prófugos sirios.
Permaneciendo
en Oriente Medio, advierto con preocupación las tensiones que de diversos modos afectan
a la Región. Me preocupa especialmente que continúen las dificultades políticas en
Líbano, donde un clima de renovada colaboración entre las diversas partes de la sociedad
civil y las fuerzas políticas es más que nunca indispensable, para evitar que se intensifiquen
los contrastes que pueden minar la estabilidad del país. Pienso también en Egipto,
que necesita encontrar de nuevo una concordia social, como también en Iraq, que le
cuesta llegar a la deseada paz y estabilidad. Al mismo tiempo, veo con satisfacción
los significativos progresos realizados en el diálogo entre Irán y el «Grupo 5+1»
sobre la cuestión nuclear.
En cualquier lugar, el camino para resolver los
problemas abiertos ha de ser la diplomacia del diálogo. Se trata de la vía maestra
ya indicada con lucidez por el papa Benedicto XV cuando invitaba a los responsables
de las naciones europeas a hacer prevalecer «la fuerza moral del derecho» sobre la
«material de las armas» para poner fin a aquella «inútil carnicería» que fue la Primera
Guerra Mundial, de la que en este año celebramos el centenario. Es necesario animarse
«a ir más allá de la superficie conflictiva» y mirar a los demás en su dignidad más
profunda, para que la unidad prevalezca sobre el conflicto y sea «posible desarrollar
una comunión en las diferencias». En este sentido, es positivo que se hayan retomado
las negociaciones de paz entre israelitas y palestinos, y deseo que las partes asuman
con determinación, con la ayuda de la Comunidad internacional, decisiones valientes
para encontrar una solución justa y duradera a un conflicto cuyo fin se muestra cada
vez más necesario y urgente. No deja de suscitar preocupación el éxodo de los cristianos
de Oriente Medio y del Norte de África. Ellos desean seguir siendo parte del conjunto
social, político y cultural de los países que han ayudado a edificar, y aspiran a
contribuir al bien común de las sociedades en las que desean estar plenamente incorporados,
como artífices de paz y reconciliación.
También en otras partes de África,
los cristianos están llamados a dar testimonio del amor y la misericordia de Dios.
No hay que dejar nunca de hacer el bien, aún cuando resulte arduo y se sufran actos
de intolerancia, por no decir de verdadera y propia persecución. En grandes áreas
de Nigeria no se detiene la violencia y se sigue derramando mucha sangre inocente.
Mi pensamiento se dirige especialmente a la República Centroafricana, donde la población
sufre a causa de las tensiones que el país atraviesa y que repetidamente han sembrado
destrucción y muerte. Aseguro mi oración por las víctimas y los numerosos desplazados,
obligados a vivir en condiciones de pobreza, y espero que la implicación de la Comunidad
internacional contribuya al cese de la violencia, al restablecimiento del estado de
derecho y a garantizar el acceso de la ayuda humanitaria también a las zonas más remotas
del país. La Iglesia católica por su parte seguirá asegurando su propia presencia
y colaboración, esforzándose con generosidad para procurar toda ayuda posible a la
población y, sobre todo, para reconstruir un clima de reconciliación y de paz entre
todas las partes de la sociedad. Reconciliación y paz son una prioridad fundamental
también en otras partes del continente africano. Me refiero especialmente a Malí,
donde incluso se observa el positivo restablecimiento de las estructuras democráticas
del país, como también a Sudán del Sur, donde, por el contrario, la inestabilidad
política del último período ha provocado ya muchos muertos y una nueva emergencia
humanitaria. La Santa Sede sigue con especial atención los acontecimientos de
Asia, donde la Iglesia desea compartir los gozos y esperanzas de todos los pueblos
que componen aquel vasto y noble continente. Con ocasión del 50 aniversario de las
relaciones diplomáticas con la República de Corea, quisiera implorar de Dios el don
de la reconciliación en la península, con el deseo de que, por el bien de todo el
pueblo coreano, las partes interesadas no se cansen de buscar puntos de encuentro
y posibles soluciones. Asia, en efecto, tiene una larga historia de pacífica convivencia
entre sus diversas partes civiles, étnicas y religiosas. Hay que alentar ese recíproco
respeto, sobre todo frente a algunas señales preocupantes de su debilitamiento, en
particular frente a crecientes actitudes de clausura que, apoyándose en motivos religiosos,
tienden a privar a los cristianos de su libertad y a poner en peligro la convivencia
civil. La Santa Sede, en cambio, mira con gran esperanza las señales de apertura que
provienen de países de gran tradición religiosa y cultural, con los que desea colaborar
en la edificación del bien común. La paz además se ve herida por cualquier negación
de la dignidad humana, sobre todo por la imposibilidad de alimentarse de modo suficiente.
No nos pueden dejar indiferentes los rostros de cuantos sufren el hambre, sobre todo
los niños, si pensamos a la cantidad de alimento que se desperdicia cada día en muchas
partes del mundo, inmersas en la que he definido en varias ocasiones como la «cultura
del descarte». Por desgracia, objeto de descarte no es sólo el alimento o los bienes
superfluos, sino con frecuencia los mismos seres humanos, que vienen «descartados»
como si fueran «cosas no necesarias». Por ejemplo, suscita horror sólo el pensar en
los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados
como soldados, violentados o asesinados en los conflictos armados, o hechos objeto
de mercadeo en esa tremenda forma de esclavitud moderna que es la trata de seres humanos,
y que es un delito contra la humanidad. No podemos ser insensibles al drama de
las multitudes obligadas a huir por la carestía, la violencia o los abusos, especialmente
en el Cuerno de África y en la Región de los Grandes Lagos. Muchos de ellos viven
como prófugos o refugiados en campos donde no vienen considerados como personas sino
como cifras anónimas. Otros, con la esperanza de una vida mejor, emprenden viajes
aventurados, que a menudo terminan trágicamente. Pienso de modo particular en los
numerosos emigrantes que de América Latina se dirigen a los Estados Unidos, pero sobre
todo en los que de África o el Oriente Medio buscan refugio en Europa. Permanece
todavía viva en mi memoria la breve visita que realicé a Lampedusa, en julio pasado,
para rezar por los numerosos náufragos en el Mediterráneo. Por desgracia hay una indiferencia
generalizada frente a semejantes tragedias, que es una señal dramática de la pérdida
de ese «sentido de la responsabilidad fraterna», sobre el que se basa toda sociedad
civil. En aquella circunstancia, sin embargo, pude constatar también la acogida y
dedicación de tantas personas. Deseo al pueblo italiano, al que miro con afecto, también
por las raíces comunes que nos unen, que renueve su encomiable compromiso de solidaridad
hacia los más débiles e indefensos y, con el esfuerzo sincero y unánime de ciudadanos
e instituciones, venza las dificultades actuales, encontrando el clima de constructiva
creatividad social que lo ha caracterizado ampliamente. En fin, deseo mencionar
otra herida a la paz, que surge de la ávida explotación de los recursos ambientales.
Si bien «la naturaleza está a nuestra disposición», con frecuencia «no la respetamos,
no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los
hermanos, también de las generaciones futuras». También en este caso hay que apelar
a la responsabilidad de cada uno para que, con espíritu fraterno, se persigan políticas
respetuosas de nuestra tierra, que es la casa de todos nosotros. Recuerdo un dicho
popular que dice: «Dios perdona siempre, nosotros perdonamos algunas veces, la naturaleza
-la creación-, cuando viene maltratada, no perdona nunca». Por otra parte, hemos visto
con nuestros ojos los efectos devastadores de algunas recientes catástrofes naturales.
En particular, deseo recordar una vez más a las numerosas víctimas y las grandes devastaciones
en Filipinas y en otros países del sureste asiático, provocadas por el tifón Haiyan.
Excelencias,
Señoras y Señores: El Papa Pablo VI afirmaba que la paz «no se reduce a una ausencia
de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye
día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia
más perfecta entre los hombres». Éste es el espíritu que anima la actividad de la
Iglesia en cualquier parte del mundo, mediante los sacerdotes, los misioneros, los
fieles laicos, que con gran espíritu de dedicación se prodigan entre otras cosas en
múltiples obras de carácter educativo, sanitario y asistencial, al servicio de los
pobres, los enfermos, los huérfanos y de quienquiera que esté necesitado de ayuda
y consuelo. A partir de esta «atención amante», la Iglesia coopera con todas las instituciones
que se interesan tanto del bien de los individuos como del común. Al comienzo
de este nuevo año, deseo renovar la disponibilidad de la Santa Sede, y en particular
de la Secretaría de Estado, a colaborar con sus países para favorecer esos vínculos
de fraternidad, que son reverberación del amor de Dios, y fundamento de la concordia
y la paz. Que la bendición del Señor descienda copiosa sobre ustedes, sus familias
y sus pueblos. Gracias.